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About the Painting of the Haikus

 

Why try such a task? On one hand, because of the experience with rough brush and liquid paint developed in previous series, where a marriage between abstract informal strokes and landscape memories revealed itself very poetic. In the preceding sky and water paintings, color and light aimed quite right at heart happiness or melancholy. On the other hand, there is a great affinity of the author, if not a great longing, for the haikus poetry discovered in early years.

                                                 

A master poet, Basho succeeded in his 17 syllables tercets to give a fresh feeling of a sudden impression that stunned him once and that, because of his art, stuns us again today even if translating accurately Japanese poetry is not possible. Here is one, perhaps the best known of Basho´s haikus: The frog.

Viejo estanque... salta una rana...

se oye salpicar el agua!

 

Every child in Japan is said to know it. This picture inaugurated the series, years ago and is now in a private collection in Denia.  This image has been widely spread in the internet haiku circles…It shows well how the poetic works: you hear the splash, then you realize the old pond was there, next to you, and you feel spring has come!  One could say: a pure apprehension of Reality.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La vía del pintor.  de J.Isasi, memorias.

                                                                 En la bahía, /emoción al terminar/ la primavera                                                                                                                  Versión libre del haiku de Basho

Cuando a mis diecisiete llegué a la Universidad para estudiar arquitectura comenzó mi iniciación en el arte, tanto a través de su historia como de su práctica directa. Aquella Escuela, todavía deudora de la enseñanza de Bellas Artes, no abordaba inmediatamente el arte de la arquitectura y nos introducía en el  dibujo, para seguir más tarde con la acuarela. Y como suele suceder a los jóvenes, ese aprendizaje común de artes y técnicas del pasado se mezcló con la atención personal a las vanguardias estéticas del momento. Aquel dibujo académico de estatuas clásicas de Marte y de Venus a base de carboncillo nos ligaba al siglo XVII, como las aguadas de tinta china de elementos arquitectónicos, capiteles u hornacinas, al XVIII, o las acuarelas de bodegones al XIX. Sólo el dibujo libre en grandes cuadernos nos ligaba a la actualidad y a la calle. Para lo primero tuve grandes dificultades; a diferencia de la mayoría de mis colegas yo no tenía un entrenamiento previo en el dibujo académico, habiendo decidido matricularme en Arquitectura a última hora, en Septiembre de 1963, pero en cuanto al dibujo libre me sorprendió comprobar que iba por delante de los demás y eso me daba gran confianza. Naturalmente dediqué más interés al lápiz y a la pluma; el ojo, la mano y la imaginación se acostumbraron a trabajar juntos. Mucho después dedicaría tiempo, pero desde la teoría del conocimiento. En una etapa inicial lo académico tuvo lugar en paralelo con otras experiencias expresivas, decididamente modernas, desde el cómic hasta los collages y los monotipos, donde el germen oriental de la caligrafía y la extraña belleza de la huella del paso del tiempo en las cosas ya estaban presentes. Era un aprendizaje absorbente que dejó poco aliento para otras asignaturas, lo que pagaría repitiendo un curso dedicado a varias de ellas, pero que hizo muy grato mi primer año universitario de encuentros con el arte y de experiencias desconocidas de disfrute y de asombro.

Hice fotografías con una pequeña cámara Instamatic de cosas en las que nunca me había fijado, como los imbornales de fundición de las alcantarillas o las vetas de la madera vieja, y aprendí que hasta el ojo de una cámara tan simple interpretaba el mundo a su manera y ofrecía realidades alternativas. La fotografía impresa de las revistas me introdujo en la arquitectura, especialmente la del siglo XX, tan frecuentemente pensada y construida como sujeto fotográfico, pero al principio mis propias fotos miraban hacia mi mundo próximo. Hice fotos de los reflejos cambiantes del sol en mi habitación y en los charcos. Mis ojos empezaron a distinguir el color de los adoquines de las calles de Madrid, que era variado y sedoso cuando llovía, y empezó un diálogo con los detalles de la ciudad, de los árboles y de los edificios, y también con lo roto, lo gastado y lo extraño. Las cosas y el tiempo de las cosas, como la música, tenían un eco abrumador en la sensibilidad interior, y a menudo provocaban en la mente y en la piel sentimientos de felicidad y de fascinación. La emoción de lo nuevo y lo moderno se mezclaba misteriosamente con la de lo antiguo y permanente, y era muy fuerte la intuición de que en ambas afloraba un mismo asombro y el mismo entusiasmo. Durante las vacaciones me fascinaba el dibujo de las constelaciones mientras escuchaba mi música en la ventana, en un tiempo fuera del mundo.

Antes de los veinte años apenas me había cultivado en el hábito de leer, y aprobar mis estudios fue más bien el resultado de una buena memoria verbal. Aprender era todavía para mí una cuestión más bien escolar o intuitiva, y si me enredé en este o aquél camino de la poesía fue casi por casualidad. Así fue mi temprano encuentro con Matsuo Basho, aquel japonés de mediados del lejano siglo XVII que había consagrado como forma poética el breve terceto llamado haiku. Un compañero del colegio con problemas psíquicos, al que veía de vez en cuando y que se hacía ilusiones de ir a Cuernavaca a curarse con el psicoanalista Erich Fromm, me prestó su ejemplar de Budismo Zen y Psicoanálisis, un ensayo de Fromm y Suzuki, publicado en Méjico. Mientras yo escuchaba sus proyectos sin saber cómo ayudarle, mi amigo me hizo el gran favor al dejarme el libro porque, como a veces sucede, apareció lo trascendente como un corolario imprevisto de la angustia, aunque ésta fuera la de mi amigo; él seguiría su difícil camino psiquiátrico y yo me quedaría en el más feliz de Suzuki. En aquellos días juveniles y por mucho tiempo aún el análisis sería para mí poco más que una mención enigmática en una seductora canción pop de la época. También era desconocida en mi medio la moda del haiku, pero la reflexión budista de Suzuki sobre uno de los poemas de Basho me impresionó tanto que ya no me abandonaría jamás, y me dejó entrever los principios de la elegancia austera y de esa extraña belleza, largamente presentida, que el paso del tiempo añade a las cosas.

Creo que Suzuki desencadenó una verdadera iniciación en más de un aspecto y me abrió la entrada al universo de los haikus, porque no era uno cualquiera el que había escogido para comparar a Basho con Tennyson, un poeta de la Inglaterra victoriana: era uno donde se transparentaba, además del mecanismo poético del haiku, la actitud del zen frente a la vida, tan diferente de mi educación.  Las diecisiete sílabas del poema proponían mirar con cuidado para descubrir lo que cualquier cosa, aun tenida por insignificante, revela de las maravillas de la creación que comparte con nosotros. Y esa ya era para mí una sensación conocida desde pequeño, así que Suzuki me confirmó en la necesidad y el placer de perderme en la contemplación. A pesar de los problemas de traducción que imagino habrá supuesto trasladar el japonés del XVII al español mejicano de Cuernavaca por intermedio del inglés, el mensaje de Basho llegaba con una pureza conmovedora en la cita y en el comentario. Era una invitación a ejercitar la percepción del mundo, dejando revelarse a lo más pequeño:  

                                                                                                                                                                                                   Yoku mireba / Nazuna hana saku / Kakine kana

                                                                  Si miro con cuidado, veo florecer la názuna junto al seto

 

La názuna era una flor mínima, aunque llevara el título latino de bursa pastoris, y ese mirar con cuidado era la clave para descubrir su belleza y para vivirla. Era algo anterior a pensar o a reflexionar; cuidado significaba atención, apertura y mucho más, era una sensación de estar vivo al contemplar una, siquiera elemental, manifestación de la armonía del mundo. Un haiku era una percepción original de sentido, no un concepto, era el ejercicio de una mente sin lenguaje y sin memoria, como la no-mente de Suzuki.

 

Después de esa apertura al mundo del haiku, mis torpes poemas de principiante y mis pinturas intentaron, y a veces consiguieron, hacerme participar de la belleza del mundo.  Y fue emocionante entonces volver a los pintores favoritos para percibir en los titubeos de Marquet o de Cézanne, o en  los ensayos recurrentes del Monet tardío, sus momentos de contemplación de una calle deslumbrada, de una montaña azul o de un estanque de lotos. Creo que entonces empecé a entender o a discernir lo que su esfuerzo tenía de lucha feliz con el cómo pintar y lo que tenía de aparición trascendente de la cosa pintada, quizá más allá de ella. Se dejó sentir, casi sin darme cuenta, la antigua cuestión de una realidad pictórica construida paradójicamente por la percepción, la memoria y la imaginación. Y pensé que el arte, para ser auténtico, tenía que inducir la contemplación a partir de la experiencia original de su autor, anónimo o no, y de su emoción al contemplar. Lo cual colocaba en otra categoría a tanto arte aprendido sin saberlo y a tanta autoproclamada creación artística como me rodeaba.

A los escritos de Teitaro Suzuki he dedicado después y un tanto erráticamente muchos momentos de la vida hasta visitar por fin su museo en Kanazawa, su tierra chica. Tras leer su libro compartido con Eric Fromm vinieron otros con Thomas Merton, y sus Essays on Zen Buddhism, que transparentaban el parentesco de su filosofía con los dibujos a pincel de Kenzan y sus colegas. Y al mismo tiempo, desde que la Escuela de Arquitectura me convenció de que sabía dibujar y de que podía pintar, en el aspecto más tradicional del término, he seguido haciéndolo mucho o poco según me ha ido en la vida, casi siempre con la misma actitud de disfrutar de la mirada sobre cosas que revelan su belleza, aunque al principio no sabía aún que esa belleza era un sentido que apenas puede ser pensado. Eran cosas a veces muy pequeñas y a menudo conmovedoras, que parecían estar a gusto en el mundo e invitaban a ello. Las cosas preferían siempre una pintura trabajada como representación, ya fuera tan dibujada como la del Renacimiento o tan líquida como la del impresionismo, como si la realidad prefiriese presentarse bajo viejas fórmulas pictóricas ya seguidas por innumerables antecesores. Y mis cosas cambiaban después de pintarlas. Aparecía un nuevo afecto hacia ellas y una manera diferente de verlas, lo que me remitía a los titubeos de los grandes pintores cuando eran artistas bisoños y aprendían a pintar y a mirar al mismo tiempo con una ingenuidad fecunda. Uno pinta cosas que ve o que sabe, pero pinta al mismo tiempo un cómo ver las cosas y un cómo pensarlas. Por eso pintar de imaginación, sin recurrir a su presencia, era estupendo porque funcionaban la memoria visual, la emoción, y la pintura hacía posible la imaginación de las cosas. Cada accidente podía variar el conjunto y llevar el cuadro hacia sentidos diferentes. Trabajar así era estimulante, aunque tardaría en darme cuenta de que estaba poniendo a prueba no sólo el alcance o el aprendizaje del oficio sino el proyecto que uno expresa en un dibujo o en un cuadro, donde lo que aparece no es algo real, sino la posibilidad misma de pensar la realidad. Mucho más tarde creí comprenderlo mejor, leyendo a Heidegger sobre el arte.

Me amilanaba lo difícil que podía ser pintar retratos, como los maestros, aunque los modernos como Kirchner o Matisse nos daban permiso para hacerlo casi sin saber pintar. Tanteé el tema, con la libertad de pintar una serie de personajes ficticios, pero no se me alcanzaba cuál podía ser un proyecto coherente que siguiera por esa senda. Después, sin embargo, los años más depresivos darían lugar a una serie de personajes atrapados por la muerte, un proyecto que fue claramente un intento de exorcizar la tristeza en la obra de un pintor, por así decirlo, más psíquico que profesional. Por un azar, una pintora de Barcelona, catalano-chilena y residente o refugiada, no sé, me enseñó desde su manera neofigurativa a interpretar con colores acrílicos fotografías de la actualidad o de la nostalgia; a mis pinturas medio abstractas, medio zen y medio impresionistas las llamaba en broma manchitas, pero me regaló la habilidad para pintar imágenes a la vez angustiosas y dulces, como de una tristeza aceptada y hermosa, como poemas de la fragilidad. Con ellas podía meditar sobre los tiempos difíciles y sobre el tiempo destructor, escuchar a mi interior y componer figuras en gris, azul y rosa sacrificadas a ese dios Tiempo. Eran como una contrapartida del arte social y político crudo, semifotográfico, en blanco, pardo y negro, de los pintores españoles entonces de moda. Y serían un refugio en tiempos de angustia o de abatimiento.

 

                                              Idos los dioses, / entre las hojas muertas / todo es ausencia           

                                                                                     Traducción libre de un haiku de Basho

Desde que aprendí a pintar estuvo presente el tentador y difícil camino de la abstracción, o al menos de lo que desde los 50 se llamó arte abstracto, donde la belleza se reconoce en la materia, en la fuerza del trazo, en la respectividad de todos los componentes formales de la pintura presentes en la obra, pero en ausencia de objetos que se puedan nombrar, en una forma de expresión próxima a la música y quizá también a la percepción zen del sentido sin palabras de Suzuki. La aventura de los informalistas americanos que me fascinaron un tiempo, los artistas del llamado Action Painting de los 50, parecía apuntar a una búsqueda personal y empezó una época de intuiciones plásticas en mis trabajos, mirando de reojo a Kline, a Motherwell y a la estampa japonesa, aunque desconociera entonces la ambigua relación entre la tradicional abstracción oriental y las nuevas vanguardias de los galeristas y especuladores de arte de Nueva York. Algunas de aquellas primeras obras fueron a parar a colecciones de amigos de los que he perdido la pista; en esos días ni siquiera me cuidaba de fotografiarlas. La embriaguez de probar estilos y técnicas o de ver pinturas en museos y galerías sin una formación adecuada llegaba a ser mareante para un joven como yo, pero la percepción de la materia pictórica, de los riesgos asumidos por cada pintor, de su apuesta personal y de la memoria y trasunto de sus maestros, todo aquello que contaban sus lienzos, era emocionante.

Seguí a Burri, a Tàpies y a Millares, aunque era una senda de incierta salida en su pretensión de validez. Tanto que Millares, como otros expresionistas, murió antes de encontrarla, si es que tal cosa era posible, y en cuanto a Tàpies, como otros grandes abstractos, me parece que se perdió pronto en su propio bucle. Una especie de trampa para pintores que me pareció muy bien contada en la novela biográfica de Marcos Giralt, Tiempo de vida, que me recomendó Hernán Cortés. Siento que el diálogo del pintor con lo que no tiene nombre parece necesitar algo más que un cómo, del mismo modo que lo que llaman inspiración sólo parece viva si revela el sentido de lo que aún está en camino de aparecer. En un momento incierto, las imágenes dolientes de mi serie gris se hibridaron con la riqueza material de los experimentos de Millares y aparecieron una serie de personajes en desgracia, como proscritos condenados con una sensación de serenidad o de aceptación del destino, deudores de los crucificados, de los fusilamientos de Goya y de la visceralidad colorista de Bacon, que a veces portaban un rótulo con una simple condena, “traidor”. Me parece que eran una representación del estado de ánimo con el que un hombre cabal se enfrenta al destino oscuro de no pertenecer a bando alguno de los que se enfrentan y queda abandonado a sus solas fuerzas y visiones; hay varios antecedentes literarios y plásticos de ese personaje que me resultan próximos.

 

La estrecha senda de Basho.

                               Un palmo de agua / clara que transparenta / su lecho de hojas                                                                                                                         Traducción libre de un haiku de Basho

A medio camino entre las cosas figuradas y las nadas abstractas, tuvo también su lugar la pintura del agua y del cielo en el taller de mi ático. El zoom sobre semejantes infinitos daba imágenes casi o decididamente abstractas y siempre cargadas de esas resonancias interiores que despiertan los paisajes, las aperturas sensibles a lo más grande o a lo más chico. El hecho de vivir en un ático abierto a los amaneceres y ocasos de Madrid tuvo una clara influencia, y los cuadros del cielo se ocuparon de enseñarme a apreciar inacabables matices y a contemplar la escena cambiante donde cada trozo de cielo es por sí un paisaje, una emoción dentro de una gran conmoción. Trabajé con los lienzos más grandes que podía subir hasta el estudio del ático, que se pintaban en horizontal y moviendo todo el cuerpo, como una gimnasia de la brocha, y hubo que atreverse a contemplar y a trascender el campo del cuadro.

La pintura del aire contemplaba una apertura aún más líquida y transparente que la del agua; casi siempre era una pintura solar, a menudo crepuscular, y a veces tormentosa. La del agua tenía una cierta vocación de oscuridad, un contraste entre el fondo incierto y la superficie de los reflejos y la espuma, como los ajustes distintos de la mirada de Monet sobre el agua del estanque de Giverny. Las dos se enfrentaban a sendas formas de percibir la realidad. 

Después, y a punto de acabar el siglo XX, intenté voluntariamente pintar los haikus de Basho, casi como un desafío y tal vez siguiendo un anhelo antiguo. Me daría cuenta entonces de que siempre mis cuadros, incluso los más abstractos, habían representado momentos de encuentro con el sentido de las cosas. Me parecía que Basho había puesto por escrito esa conciencia de instantes maravillosos en los que uno se queda absorto frente a la belleza o tan completamente abierto a lo que se revela que llega a pensar “podría morir ahora”. El regalo que me hizo Basho con su Estrecha senda hacia el interior me contagió su deslumbramiento, como Yourcenar me había contagiado su parte consciente de la eternidad, aquella noche siria del emperador en sus Memorias de Adriano, a mis noches estrelladas. La estrecha senda de Basho, la eternidad y la conciencia pasarían poco a poco de la emoción literaria a la emoción profunda y sin palabras.

La lectura de haikus encerraba la trampa de la traducción. En términos más filosóficos, encerraba en un círculo hermenéutico al traductor y lo traducido. Traducir es también interpretar, y tanto más entre troncos idiomáticos lejanos; palabras de idiomas que dicen una misma cosa la piensan sin embargo diferentes en su propio mundo, como primavera en español y haru en japonés. Seguramente hablan de experiencias vitales y literarias diversas, de memorias y tradiciones lejanas, algo que ya sucede incluso con primavera y spring. Y eso sucederá en mayor medida con la poesía, que altera la estructura del idioma, pero el traductor ha sabido arreglárselas para trasladar la parte más universal y humana de los haikus, su aprensión instantánea y sensible de la emoción profunda que alumbró el autor en su camino y que revive en el caminar del lector. Si no fuese así no se habrían hecho tan populares, e incluso tan domésticamente famosos como para dar lugar a clubes de aficionados al haiku por todo el ancho mundo.

Pintar haikus era complicar más aún el círculo, era trasladar la experiencia poética de Basho a otra forma de arte, aceptando la trampa de la traducción para abordar la percepción encerrada en el poema, tan subjetiva. Pintar una cosa abre la posibilidad de pensarla y de imaginar su mundo, como hace el poema construyendo su imagen literaria. Un poema dice un sentimiento, y al contrario; los haikus de Basho sienten un decir. Y yo pretendía traducir ese sentir del habla a un sentir visual. Como muchos haikus surgen de la contemplación de la naturaleza, era posible apelar a los sustantivos y a los adjetivos del poema alusivos a realidades tan visibles como el estanque, lo oscuro o la luna. Si bien de antiguo los haikus se han acompañado de dibujos a pincel o de aguadas que esquematizan, casi como ideogramas, las imágenes de la rana, la casa, la luna o el viajero, yo quería imaginar otras percepciones vitales, como las de Monet en Giverny o las de Turner en la playa de Margate. Tenía que sentir con mi propia sensibilidad y usar de empatía con la mente zen de Basho y de Suzuki para trabajar desde mi propia memoria visual y emocional, y sería una interpretación libérrima. Tal vez sólo una traslación a la música sería aún más libre.

El desafío arrancó con un modesto conocimiento del poeta, pero su lectura fue aportando poco a poco claves para la tarea. Después, los comentarios con los amigos y en particular el diálogo con el doctor J. L. Trueba, que trabajó con distintas ediciones de Basho, fueron coloreando y conformando la noción de partida hasta que llegamos a compartir un espacio y un tiempo de contemplación como si fuera nuestro jardín de delicias. La narración autobiográfica del Basho viajero, y en particular su Estrecha senda hacia el interior, dejaban ver que el poeta partía de una poderosa impresión de la realidad sobre su sensibilidad y su memoria, a la que más tarde daría forma escrita, acuñada en el estricto formato de cinco, siete y cinco sílabas. Así comprimida, el eco de esa impresión seguiría resonando mucho tiempo en sus lectores. El hábil arte del poeta parecía construido con la experiencia directa de la realidad, trabajada después en su memoria con un ejercicio magnífico del idioma. La fuerte limitación métrica de las diecisiete sílabas, que excluía voluntariamente formas más sueltas de narración o descripción, era capaz siempre, y a veces crudamente, de dejar al descubierto un encuentro original con la vida. Pintarlo requeriría también una limitación del campo para poder acotar una apertura al mundo, pero sobre todo una activa imaginación. Yo sabía que desde siempre las artes plásticas que construyen formas han usado la imaginación, y mucho, para escenificar un texto. Que, como en la pintura mitológica del clasicismo o del barroco, aquella que quiso imaginarse dioses y mundos flotantes, todo bildende kunst recurre a una brutal reducción de las mil imágenes posibles en una sola, construida por la habilidad del oficio con materiales y símbolos prestados por la tradición artística.

Como mis cuadros-haiku querían transparentar su propio poema, porque se abrían a una doble sensibilidad literaria y visual, se aproximaban peligrosamente al cuadro literario, mitológico o histórico. La cuestión iba más allá del nombre del cuadro, del título que explica lo representado o que añade la fantasía necesaria para un catálogo, porque el haiku dice una percepción pura, una revelación inmediata; a veces un estado de ánimo, pero no como en los cuadros románticos al estilo de Tristeza del atardecer otoñal. Sería más bien algo directo y personal como

                    En una rama pelada, / un cuervo. Se oscurece / más el otoño.                                                                                                                             Traducción libre de un haiku de Basho

         

Verso e imagen se reflejan, pero yo no me permitiría añadir letras sobre el lienzo, como hicieron los pintores barrocos con sus rótulos flotantes sobre escenografías trascendentes. Creí mejor apuntar el verso al envés del lienzo o en el bastidor; sería como una clave escondida para disfrutar del cuadro. Sobre la tela, sólo el cuadradito que adopté como firma, tomado del Frank Lloyd Wright más japonés.

 

Quería intentar revivir la escena de Basho; pero no tan teatralmente como para imaginar lo que hubiera podido ver un caminante japonés del XVII, algo que llevaría de lleno al género de la ilustración verista, como las del libro clásico de viajes por Japón de E.W. Morse, o al cómic histórico, como el Kogaratsu de Michetz, sino atendiendo a lo que revive dentro de uno mismo cuando se emociona con el poema. Era necesario imaginar con los materiales de mi memoria, con las imágenes que he vivido, visto y sentido. Y funcionaría muy bien, pero por lo mismo mis cuadros nunca serían pinturas del natural ni de fotografía, sino sustancialmente de imaginación. Evocarían, sin embargo, recuerdos de pintores y de pinturas impresos en mi memoria, que despiertan con los poemas de Basho. Quizá los impresionistas, quizá bodegones de Sánchez Cotán o de Chardin, tal vez interiores de Andrew Wyeth o de Hopper, y a veces biombos o paisajes de la estampa japonesa: casi siempre, pinturas del lado sagrado de las cosas.

El experimento resultó gratificante: los haikus de Basho aparecían en el lienzo con una vida inédita, y la conciencia de una poesía que se condensaba de pronto en la contemplación del mundo y del detalle me parecía un regalo asombroso. Revivía la memoria de sensaciones antiguas. Cuando decidí abordar directamente los haikus no sabía que la experiencia sería tan absorbente y tan larga, un viaje por sendas del interior como el que hizo el poeta. Y no la empecé por mi haiku iniciático, aquel de la názuna del libro de Fromm y Suzuki, sino por el más conocido de la rana en el viejo estanque, uno del que se dice lo saben todos los niños japoneses, si bien cuando pregunté a unos pequeños escolares, de excursión entre la niebla de Nikko, parecían ignorarlo:

                                                                        

                                                                              Furuike ya/ kawazu tobikomu/ mizu no oto

Un chapoteo, y… es una rana que salta en el viejo estanque. Siento ahí la charca, un instante de primavera, la vida que se renueva. Agua, rana, estanque, primavera y yo al mismo tiempo, en tres líneas. El cuadro apareció apenas haber empezado a prepararlo, y consiguió estimular el deseo de seguir adelante. Las imágenes del agua y del viejo jardín en el estanque seguían una técnica de pintura casi abstracta, sin dibujo y dejando mucho margen al accidente del pigmento líquido. Desde el comienzo de la serie, el recurso a la abstracción o a la representación, al poder del trazo o a la precisión del dibujo han estado compitiendo por interpretar a Basho. Mi limitada capacidad técnica pudo ampliarse durante la ejecución de las obras con hallazgos a menudo fortuitos y con curiosos reencuentros con la obra de mis pintores favoritos, cuestiones pictóricas de las que nunca había sido consciente. Y era hermoso volver a mirarlos, desde el trazo postimpresionista de Marquet o el action painting de Kline, tan próximos en mis comienzos, a la ingenuidad de Hopper o al paisaje de Homer. He aprendido algo del papel de la luz en la escena, que suele dominar al dibujo y a la perspectiva, inevitables en un pintor arquitecto. Y todo se hizo naturalmente, de espaldas al arte contemporáneo oficial que cotizaba en el mercado. Ni mis formatos, técnica o razón pictórica serían aceptables para la intelligentsia del ramo. Los haikus eran una vía personal y compartirlos ha sido más bien una alegre experiencia entre amigos.

El primer haiku de la rana y el estanque partió pronto hacia la colección particular de un seguidor de Osho junto con el haiku de la luna a las puertas del Mii Dera, una luna suplicante a la puerta del templo de los deseos, y tuve que volver a pintarlos porque al principio pensaba en llevar a cabo una serie; me imaginaba una colección de cuadros para ser contemplada en un espacio de referencias visuales cruzadas. Para ordenar mi proyecto había pensado ingenuamente en un orden geométrico: cuaternas con el mismo motivo en cada una de las cuatro estaciones, siguiendo la costumbre de Basho y sus colegas de incluir entre las diecisiete sílabas del poema un kigo, una alusión a una estación del año. Después abandoné esa construcción demasiado intelectual; pensándolo bien, podía haber flores o lunas en poemas sobre sentimientos completamente diferentes, ya sucedieran en la misma estación o en otra distinta, y además algunos haikus querían insistentemente ser pintados una y otra vez. Por otra parte, una serie geométrica hubiera precisado de una sala enorme para verse en conjunto.

Aquella názuna de mis principios vino al lienzo poco después, y apenas se dejaba ver como pequeñas motas blancas sobre el verde, que cumplían bien con el poema: era necesario mirar con cuidado el cuadro para disfrutar de su presencia. Otras pequeñas cosas eran más difíciles, como los mosquitos que zumban bajo el alero, en el perfume de un ciruelo. Podía pintar el alero, la tarde dorada y caliente o el árbol en flor, pero los mosquitos zumbadores, como en la realidad, no podrían ser vistos y es el poema el que pone el zumbido. Eran en cambio fáciles las golondrinas que chillan alargando su vuelo en el crepúsculo. Y los poemas de impresiones momentáneas, como una espiral de aire caliente que enrolla la columna de humo de una hoguera, como el fresco de la tarde de verano en la porcelana de una cocina oscura o el crujido de la jarra que se hiela durante una noche de invierno. Hubo haikus de contemplación muy emocionada, como el que reflejaba el éxtasis de Basho al encontrar un árbol en flor escondido en un patio interior del templo de Ise, o uno de un prado, escenario de un histórico encuentro entre señores de la guerra del Japón feudal, donde compartí con él el duelo por tantos soldados sacrificados, recordados en la hierba del prado. Las pequeñas cosas, contempladas de cerca y a veces amplificadas por una virtual lente de aumento, como las conchas de la playa, hablaban de sentimientos profundos, y se alternaron con grandes aperturas de campo, al cielo y al horizonte, a la noche y a la nieve.

Y a la bahía de Wakanura, que necesitó una pequeña serie para ella sola: frente a la bahía, la súbita sensación de que se acabó la primavera. Basho no nos dice si es un haiku nocturno o solar, si es triste o feliz…creo que habla de la percepción inmediata e imperativa de un tiempo de cambio. ¡Se acabó la primavera! Me he enfrentado tantas veces al mar desde la orilla, feliz, exultante, triste o deprimido, de día y de noche, que podría pintar muchas situaciones paralelas y así lo hice. Mi amigo J.L.T., que conserva alguno de mis primeros dibujos, me hizo notar la presencia en ellos de mi propio personaje, un muchacho frente al mar, y así aparecieron los nocturnos del personaje vuelto hacia la arena húmeda y brillante de la bahía. Hay en ellos una cierta deuda con Friedrich y con Wyeth. En una penúltima versión del haiku de Wakanura, el propio Basho se enfrenta al mar y se ha dejado atrás una nota con el famoso poema de Sengai compuesto con un cuadrado, un triángulo y un círculo: el poema del infinito que pude ver entre las cosas del doctor Suzuki en su museo de Kanazawa. Para mi frustración, quise hablar de ello con el director del museo, pero el escaso inglés del director resultó aún peor que el mío y tuvimos que dejarlo. Quedó el doble poema en el cuadro, encriptado en un guiño libre y si se quiere anacrónico, dado que Sengai es bastante posterior a Basho. Pero no más anacrónico que otros, como el que empareja un haiku del crepúsculo japonés con el pararrayos de bola de cristal del Northern Point de Wyeth. 

                                                                 Toda la noche /en vela tras la luna / en el estanque                                                                                               Traducción libre de un haiku de Basho

Los haikus de luna y de luz de luna serían una serie inacabable. Tan pronto la luna se colaba en un templo flotante como transformaba la nieve, las flores o la hospedería. He pasado tantos ratos bajo la luna y sus paisajes nocturnos, entre la luna llena y el sol naciente de las playas del verano, o contemplando salir la luna sobre el horizonte del mar, que creo entender los haikus de japoneses del XVII que a veces miran y admiran su luna como un rito colectivo, a veces hasta el amanecer.

Pinos al borde del mar, en una noche tempestuosa, quizá con una luna entre nubes: lo he pintado una y otra vez, por el puro placer de hacerlo. Y no corresponde a un haiku, sino a un apunte en el cuaderno de viaje de Basho que me resulta conmovedor. El poeta dice llegar a la costa arenosa de Shiogoshi, una especie de restinga poblada de pinos que envuelve una ensenada, decidido a poetizar las maravillas del paisaje. Pero los naturales del país le informan de que cuatrocientos años antes su admirado maestro el poeta Saigyo estuvo por allí y dejó un poema memorable: toda la noche, el viento salino levantó las olas y los pinos rezumaron gotas de luna. El bueno de Basho comenta que ya no pudo escribir nada, ni más ni mejor: “sería como añadir un sexto dedo a una mano”. Así que esa vez no compuso sus características diecisiete sílabas, pero escribió su reencuentro con Saigyo entre los pinos y el mar, viajando por la Estrecha senda hacia el interior. También mi experiencia al leerlo era un reencuentro emocionante con los pinos al borde del mar, con la bahía de Pollensa, al norte de la isla de Mallorca, en noches juveniles de las mareas vivas de Septiembre. Mi recuerdo, el de Basho y el de Saigyo se funden en una sensación vital; tres hombres separados por miles de kilómetros y cientos de años, pero los mismos pinos, noche, viento y luna. La misma belleza y la misma gratitud por la belleza. Pienso en tantos que habrán podido gozarlos también; pero sobre todo agradezco profundamente a Basho que haya puesto palabras a mi memoria de la contemplación y que me haya enseñado a sentir en las agujas brillantes y húmedas de un pino cómo trascender el tiempo y el paisaje. Toda la noche… Saigyo describe una noche de encuentro trascendente con la realidad, como de esos largos momentos en que uno se dice: podría morir ahora, un nunc dimittis, que se detenga el tiempo y me quede así: he llegado al punto donde se cumple una promesa de plenitud.

                                                                                                                    

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